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Quien se queda mucho tiempo mirando a los sueños, termina pareciéndose a una sombra”

-André Malraux-

lunes, 25 de agosto de 2014

La higuera

Por fin consiguió, aunque a regañadientes, que Josu cortara una rama de la higuera gigante que hay fuera de la empresa.
Enrolló el extremo de la pequeña rama en un trapo mojado y lo introdujo en una bolsa de plástico para que no mojara la maleta de mano.
Sonaron las diez y contenta arrastró su maleta  hasta el taxi que le esperaba. El taxista abrió el maletero y la introdujo dentro. Ella quiso quedarse con la pequeña maleta donde viajaba la higuera, mientras el taxista le miraba extrañado.
Llegó a la estación de autobuses y como siempre se sentó en uno de los bancos del andén a esperar que llegara su autocar.
La gente la miraba intrigada  al ver la rama de higuera que salía de la bolsa, pero a ella le daba igual, había perdido el sentido del ridículo y le podía la ilusión del viaje y el pensar en que lugar del prado plantaría esa higuera.
Por fin llegó el autocar. Subió y afortunadamente no compartía asiento con nadie, así que  pudo acomodar su higuera en el suelo para que no sufriera ningún daño.
Muchas horas de viaje y nuevamente no conseguía conciliar el sueño, así que siguió pensando en su destino, en lo que encontraría a su llegada.
Todo fue como de costumbre.  El vino a recogerla con su chofer a la estación. Un beso, una mirada extraña a la higuera que ya estaba un poco pocha por el viaje,  buscar la maleta en el autocar  y  así con pocas palabras más regresaron a  la casa del bosque en el coche.
Los perritos como de costumbre saltaban felices al volver a verla y ella se sentía feliz de estar de nuevo en casa. Siempre que llegaba guardaba unos premios en el bolsillo y ellos lo sabían. Empezaron a girar sobre sí mismos para conseguir las preciadas chucherías. Amaba a esos perros anárquicos y libres.
Siempre que regresaba llevaba algo nuevo para la casa , algo suyo y personal, que le pudiera recordar  a su tierra,  cuando se quedara a vivir allí definitivamente, porque ya quedaba poco tiempo para hacer el viaje definitivo que la alejaría de los suyos y del mar.
Sintió unas ganas incontrolables de plantar la higuera en algún lugar algo alejado de la casa, pues las raíces  buscan la humedad y levantan cualquier suelo para encontrar agua.
Al final decidió plantarla  donde termina el prado y cerca del río.
La última vez que se vieron, hablaron de plantar un pequeño huerto, algún frutal que resistiera las bajas temperaturas del lugar. Ella no entendía nada de agricultura y veía difícil que nada pudiera crecer allí, pero algo si tenía claro y es que si algún árbol plantaban, sería una higuera y una jacaranda.
La jacaranda representaba el principio de su romance, cuando el le hablaba de las flores azules que crecen en la montaña y nacen cuando se derrite la nieve. Ella le hablaba de las jacarandas que adornaban cada mayo la calle donde se encontraba su trabajo. Varios poemas brotaron inspirados en  todas esas flores malvas y azules de sus conversaciones, mientras se perdían sus amores por los senderos de robles viejos.
La higuera representaba  el final. 
Había alimentado la idea peregrina de que vivirían muy felices después de saltar tantos obstáculos durante tantos años y  hablaron medio en broma medio en serio, de que cuando llegara el fin los dos yacerían toda la eternidad debajo de una higuera que crecería junto a ellos a lo largo de sus vidas juntos.
Y así, pensando en ese momento, ella cabó un agujero hondo donde plantó la higuera e imagino en que dirección serían depositados sus cuerpos, ¿orientados al sol?, ¿orientados al río?
Los caballos llegarían cada primavera a pastar al prado y algo de ellos seguiría corriendo por  esos bosques que tantas veces recorrieron enamorados. 
Esos pensamientos que podían parecer macabros en su mente eran lindos, eran una promesa, un lazo de ambos en el más allá y hasta podía sonrreir imaginando con cuanto mimo iba a cuidar esa higuera.
Pero  la vida da muchas vueltas. Lo cierto pasa a ser incierto y las verdades se vuelven mentiras. El paso del sol día tras día va quemándonos poco a poco la piel y también el corazón y  es que el sol ilumina pero es muy peligroso mirarle. Te deslumbra y te quedas ciego. Cierras los ojos aturdido y así permaneces un tiempo sin enterarte de nada hasta que recuperas el enfoque de nuevo y las cosas no son como las recordabas y desorientada te  preguntas que ha sucedido. Eso le ocurrió a la plantadora de la higuera.
No se si la higuera seguirá en ese lugar pero tampoco es importante, probablemente se la hayan comido los caballos o la hayan arrancado los perros, que mas da.
Hoy leí el post de una buena amiga en el que se asombraba de que nada le importe, pero creo que solo es algo que dijo para conformar su corazón de alguna manera. Lo que fue importante siempre lo será, por mucho que consigamos aislarlo en un cajón de nuestra memoria. Siempre veremos una calle, un lugar, una higuera que nos devuelva los recuerdos aunque cada día que pase duelan menos. 
Ayer compré una higuera en un bazar chino, enraizada en un tiesto y con bastantes higuitos verdes , lo que le da mas posibilidades de supervivencia. 
Yo,  con una visión mas realista y menos romántica que la de la protagonista de este relato y con la única intención de comerme los higos, que es la única aspiración que se debe tener sobre una higuera, no me resistí a comprarla.  Hoy la trasplantamos a un tiesto mas grande y me propongo verla crecer, por lo menos hasta que toque el techo, después ya veremos que hago con ella.
 Bona nit.

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