Alargó su
brazo hacia mí y en su mano me mostró un pequeño molinillo de colores, de
esos que giran al ritmo que marca el viento.
Era un juguete muy sencillo pero viniendo de él se convirtió en mi
mayor tesoro y lo custodié con celo, porque en él centraba todas mis
expectativas e ilusiones… todo mi amor.
Escuchar una simple frase de sus labios hacía que sus aspas
enloquecieran y mi mundo se tornaba de colores danzarines, que daban
vueltas sin cesar y en su danza me embriagaban de felicidad.
Y así pasaba los días, contemplando ese molinillo que un día él
depositó en mis manos. En las mañanas al despertar suspiraba deseando que hiciera
mucho viento, que mi molinillo diera muchas vueltas, un día de esos en
los que mi corazón se inundaba de primaveras, un día en los que ningún
problema podía enturbiar mi dicha, pues cuanto podía sentir era su
sonrisa y su mirada. Otras veces en cambio, el molinillo permanecía
inmóvil. El aire no tenía suficiente fuerza para hacerlo girar y el oxígeno no
llegaba a mis pulmones, entonces la tristeza y la incertidumbre se adueñaban de
mí y tampoco conseguía concentrarme en nada más que en correr a mi balcón
constantemente en espera de un poquito de brisa que me trajera las noticias de
mi amado. Y así todos mis deseos y mis proyectos dependían de un pequeño
molinillo de plástico de colores, movido por el azar del viento.
El viento, esa sensación sin color ni olor, con sonido y tacto, se había
adueñado de mi voluntad y de mi mente. Ese viento incontrolable que no espera a
nadie, que se abre paso por las rendijas y que no duda en arrasar cuantos
obstáculos se le crucen en el camino, sin importarle las consecuencias de su
vagar pues es libre.
Ese viento que hacía vibrar a mi molinillo, un día de primavera
inesperadamente, me lo arrebató de las manos de un soplo, con la misma
facilidad que lo trajo hasta mí. Corrí deprisa tras él, en un intento vano de
recuperarlo. Corrí y corrí detrás con fuerza y cuando ya lo tenía agarrado del
palo, decidí soltarlo y liberarme.
El polvo levantado se metía en mis ojos y en una bocanada del enojado
viento caí de bruces sobre un charco de tristeza mientras veía como se alejaba.
Había decidido dejar marchar la alegría de mi vida y recuperar mi libertad,
dejar de seguir atada a un azar lleno de ansiedad e incertidumbres.
Permanecí varada en el suelo, no sé cuánto tiempo, envuelta en un
remolino de polvo que me cegaba y cuando por fin el viento cesó, me levanté
y solo entonces comprendí que no había parado de correr detrás de una
quimera desde el primer momento en que el preciado juguete cayó en mis manos y
que esa última carrera en la que un mal viento se lo llevó no había sido otra
cosa más que una despedida anunciada.
En ese mismo momento recuperé mi voluntad y mi vida y sin mirar atrás volví
a decirle adiós para siempre a mi molinillo de viento, adiós mi amor.
"Quien se queda mucho tiempo mirando a los sueños, termina pareciéndose
a una sombra"
-André Malraux-
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